“Los placeres de la mesa radican en la mente, no en la boca”. En el artículo de hoy vamos a ir más allá de la alimentación entendida como proceso simplemente vital, gracias a una corriente ideada por Charles Spencer, catedrático de Psicología Experimental en la Universidad de Oxford, llamada ‘Gastrofísica’ en la que se destaca la importancia de cientos de parámetros que son los que acaban definiendo nuestro comportamiento frente al plato de comida. “Comemos con los ojos, los oídos, la nariz, la memoria, la imaginación y el intestino”. Para este autor, comer va mucho más allá de llenar el estómago, hay muchos más parámetros que nos condicionan a la hora de alimentarnos. Tanto es así, que incluso, el propio tenedor que usamos puede contribuir en el proceso de que una comida nos guste o no.
Curiosamente, este profesor define la ‘Gastrofísica’ como las “ciencias del comer” y el “estudio científico de los factores que influyen en nuestra experiencia multisensorial al saborear comida y bebida”. Esta tendencia no trata de preguntar a los comensales sobre sus experiencias en la comida, sino de observar sus conductas sin que sepan que son analizados: sus reacciones, comentarios… ¿Qué sientes al escuchar el crujido de una barra de pan recién hecha? ¿Qué percibes al morder unas patatas fritas crujientes cuando tienes hambre? ¿Qué notas cuando abres una lata fría de tu refresco favorito cuando tienes calor? ¿Te habías parado a pensar en estos relevantes parámetros antes?
Este estudio, centrado en la importancia cerebral del gusto, ha llevado a grandes chefs a ser más conscientes de la actividad de sus comensales para ofrecer mejores experiencias que enriquezcan la comida que ofrecen, de manera independiente del sabor y calidad de sus alimentos. Spencer, en su libro, ofrece el ejemplo de Denis Martin en Suiza. El chef no terminaba de entender por qué la experiencia en su restaurante no era todo lo buena que esperaba, ofrecía comida de alta calidad, pero sus clientes no disfrutaban la experiencia como él buscaba. Fue entonces cuando decidió colocar en las mesas un salero en forma de vaca que, al tocarlo, emitía un mugido que a todos/as hacía reír. La sala se convertía en un estallido de mugidos que mejoraba el estado de ánimo de los comensales, motivándoles a que la comida que a continuación tomaran, se afrontara con alegría y, por tanto, les supiera aún mejor. Pero esto solo es un simple ejemplo de tantos que ofrece este estudio centrado en el proceso de alimentación. Uno de los más curiosos se basa en la importancia de los cubiertos. ¿Nos gusta realmente la idea de comer del mismo tenedor que ha estado en miles de bocas antes? ¿Es casualidad que la hamburguesa, uno de los platos más famosos del mundo, se coma con las manos? La lengua es uno de los órganos más sensibles de nuestro cuerpo, ¿y si usáramos cubiertos con texturas para mejorar la experiencia? Otro de los aspectos a tener en cuenta es el propio sitio donde nos sentamos, la comodidad de estas sillas e incluso la luz del espacio, la velocidad a la que nos traen el plato o la compañía, siendo demostrado que comemos un 35% más cuando estamos con otra persona y un 75% cuando somos tres. Del mismo modo, según estas investigaciones, si comemos con música ambiental de tonos agudos, se potencia el sabor del dulce, mientras que si predominan los tonos graves, se potencia el sabor amargo, al igual que ocurre con el emplatado, si la vajilla es de color claro se puede potencia hasta en un 10% el sabor. Curioso, ¿no crees?
El placer que obtenemos a partir de la comida va mucho más allá de llevar alimento a la boca. Ahora ya sabes que de la lengua no depende todo lo que extraemos de una comida, sino que nuestras creencias, expectativas, emociones y sentimientos están muy presentes en este proceso.
Por Sara Adán.
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